Hay momentos en el año que siguen viviendo en el sueño de lo inmarcesible. No es que no haya pasado el tiempo por ellos, es que uno tiene la sensación de que, simplemente, no puede pasar. Y no puede porque el tiempo sólo es afán de los hombres, no de quien lo ha creado, y los hombres sólo parecen ganarle al reloj cuando lo niegan, y se empeñan en hacer hoy lo que un dÃa vieron hacer a sus padres.
No van quedando muchos instantes en los que saborear ahora la autenticidad que heredamos, el gran regalo que nos hizo quien nos precedió en el camino. La procesión del Corpus Christi es, a no dudarlo, uno de esos momentos, una suerte de perfecto equilibro entre Dios, la luz y el tiempo, que se detiene a mirarlos.
Gines ha sabido guardar la celebración en su justa luz, la de la mañana tibia de un verano apenas presentido, la de un dÃa naciente que ilumina sin cegar aún. Una caricia de sombra divina matiza la cal de las fachadas, que nunca han estado tan alegres como cuando el más ilustre invitado viene a verlas. Rodilla al suelo al paso de Dios, que hasta las calles han pedido prestadas flores y romero para mudarse en alfombra.
Balcones de colchas flecadas y reposteros del color del vino honran también a la EucaristÃa, como lo hacen los altares que jalonan el camino. No esperarán a los ojos rezagados, no, porque no nacieron para ser admirados, sino para dar reposo a quien fue espiga antes que pan y uva antes que vino.
El pueblo hace efÃmera la fiesta en busca de Eternidad, bendita paradoja que sólo comprende quien sabe que el tiempo es ajeno a lo sagrado. Pero volverá de nuevo, porque nadie como Gines entiende que Dios puede estar escrito también en la luz de una mañana de Corpus...
Dios está escrito en la luz
de la mañana naciente,
y en la palabra dicente
de quien implora salud.
Pinta los cielos de azul
Jesús Sacramentado,
y nunca los vi tan claros
como lucen ese dÃa,
cuando hecho EucaristÃa
sigo sus pasos sagrados.
No van quedando muchos instantes en los que saborear ahora la autenticidad que heredamos, el gran regalo que nos hizo quien nos precedió en el camino. La procesión del Corpus Christi es, a no dudarlo, uno de esos momentos, una suerte de perfecto equilibro entre Dios, la luz y el tiempo, que se detiene a mirarlos.
Gines ha sabido guardar la celebración en su justa luz, la de la mañana tibia de un verano apenas presentido, la de un dÃa naciente que ilumina sin cegar aún. Una caricia de sombra divina matiza la cal de las fachadas, que nunca han estado tan alegres como cuando el más ilustre invitado viene a verlas. Rodilla al suelo al paso de Dios, que hasta las calles han pedido prestadas flores y romero para mudarse en alfombra.
Balcones de colchas flecadas y reposteros del color del vino honran también a la EucaristÃa, como lo hacen los altares que jalonan el camino. No esperarán a los ojos rezagados, no, porque no nacieron para ser admirados, sino para dar reposo a quien fue espiga antes que pan y uva antes que vino.
El pueblo hace efÃmera la fiesta en busca de Eternidad, bendita paradoja que sólo comprende quien sabe que el tiempo es ajeno a lo sagrado. Pero volverá de nuevo, porque nadie como Gines entiende que Dios puede estar escrito también en la luz de una mañana de Corpus...
Dios está escrito en la luz
de la mañana naciente,
y en la palabra dicente
de quien implora salud.
Pinta los cielos de azul
Jesús Sacramentado,
y nunca los vi tan claros
como lucen ese dÃa,
cuando hecho EucaristÃa
sigo sus pasos sagrados.