Sentí la necesidad de llevarlas al papel sabiendo que los instantes sublimes son efímeros y que los destellos de eternidad sólo pueden guardarse entre los latidos.
Con el cuerpo y el alma hacinados en un puño con los de tus hermanos, recuerdas que María, como Dios, sólo cuenta hasta uno. Es su forma de atendernos personalmente, de escuchar nuestras plegarias y acoger nuestro agradecimiento desde la más absoluta individualidad.
Por eso, pese al gentío, uno puede sentirse solo junto a Ella en una Plaza de Doñana atestada de gente. La intensidad de lo vivido daría para otro artículo, quizá para cien de ellos, pero hoy no quiero quedarme con la pisada, sino con la huella; no con la voz, sino con el eco.
La visita fue breve, o al menos así nos lo pareció, porque el tiempo acelera cuando es él quien nos cuenta a nosotros. Al marcharse, nos miramos los corazones al trasluz de la mañana, y comprobamos que, ahora sí, la historia era completa.
El enviado de Pedro fue testigo, igual que lo fue en su día el apóstol sobre el que Cristo levantó el inmenso tesoro que celebramos en Pentecostés.
Al alejarse, nos mostraba el «manto de los apóstoles», en el que alguien bordó hace casi 70 años el escudo de los rocieros de nuestro pueblo. En sus hilos, un pedazo de Gines seguía con Ella. A cambio, la Virgen nos dejaba los minutos eternos de la plenitud.
JOSÉ RODRÍGUEZ POLVILLO
Publicado en el Anuario de la Hermandad del Rocío de Gines 2024