Lejos del bullicio de una plaza vestida de fiesta, alejado de aquel bendito estallido con sabor a pueblo, allí donde el suelo que pisamos muda su piel para volver a ser lo que alguna vez fue, el caminante se presiente ya, al fin, peregrino.
Casi sin darse cuenta, y al abrigo de la ruta que le marca el sendero, va ganándole terreno a la vida impostada de diario, y empieza por desdibujarla llenando de arena sus zapatos, que ya no pisan el firme de los hombres, sino el del mundo.
Lo cierto es que nunca se sabe en qué momento se deja de mirar como espectador para empezar a hacerlo como peregrino, como no se sabe tampoco cuándo se deja de contemplar la romería para convertirse en parte de su paisaje.
No ha hecho más que comenzar, sí, pero ya nota el anhelo callado que le asoma en la mirada. Y ni siquiera se sorprende de verse a sí mismo donde antes veía a otros...
Los días van tostándole la piel de las certezas y le ayudan a encontrar respuestas en el solaz de un banco de arena. El polvo merodea audaz en su garganta, quizá para decirle que el silencio también es un buen compañero en el camino. Anda cansado, sí, pero nunca ha tenido tan claro que las fuerzas son siempre menos que las ganas para un corazón en búsqueda, aunque el suyo, a no dudarlo, es ya un latido distinto.
Fue de madrugada, cuando el camino se hace descanso, cuando la oscuridad deja ver más claro lo que de verdad importa. El cuerpo, vencido por un día inabarcable, le pedía reposo, pero ya se sabe que el buscador de esperanza tiene ante sí la mayor tarea del mundo, de este mundo, y que la duermevela también es buen momento para aprender a sentir la vida como una gran víspera.
Comprendió después que si el camino es la metáfora del rociero, el regreso es su gran paradoja: la geografía dice que vuelve sobre sus pasos, pero el peregrino sabe que, tras verla, ya nunca retornará al punto de partida de su alma, y que el sendero es, ya para siempre, de ida hacia la Virgen.
Artículo publicado en el anuario de la Hermandad del Rocío de Gines de abril de 2018
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